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miércoles, 19 de octubre de 2011

Cuando las armas rugen

Por Ana María Gómez
02-05-2007

Cuando las armas rugen, mueren las palabras. Tras el sonido brutal que producen las armas, se instala el silencio ominoso de la muerte. El asesino-suicida de Virginia no fue escuchado. Todo hombre, se dice, que está por morir, apela a un gran Otro. Hasta Cristo en la cruz, clamó: “¡Padre, ¿por qué me has abandonado?!” Pero si el protagonista trágico en cuestión se hizo oír es ahora, cuando el silencio de las muertes ya impera. Antes lo escuchó Nadie. Y no fue escuchado porque tenía la boca sellada y porque quienes deberían haberlo hecho están sordos. Cho tenía la boca sellada y la impulsión al acto puesta al día, por un elemento, tan usual en el mundo pseudo científico postmoderno, que se llama psicofármacos que, se sabe, acalla el malestar y propicia el acto.

Cuando las armas rugen, mueren las palabras. Tras el sonido brutal que producen las armas, se instala el silencio ominoso de la muerte.
¿Podemos siquiera imaginar, el silencio que se habrá instaurado tras la explosión de Hiroshima?
En una escena de extraordinaria belleza trágica de la película “El pianista”, el protagonista emerge de su escondrijo a una Varsovia desvastada. El silencio impera y se impone: las armas tornan a los hombres y sus ruidos vitales, múticos.
¿Alguien puede dudar que el sonido de las armas de fuego se oye con claridad cuando son disparadas? No. Lo que no todos conocen es que algunos las escuchan y prefieren escuchar las “voces” de las armas más que las voces humanas.
Y hay una sociedad que, en gran medida, prefiere el sonido de las armas al de las voces de los seres llamados humanos sobre todo cuando estas pretenden decir de sus desarreglos. En los Estados Unidos de Norteamérica hay 200 millones de armas para un país que cuenta con 300 millones de habitantes. O sea: el 60% de la población está armada.
¿Qué le pasa a un grupo social que, como se dice, vive su historia “armado hasta los dientes”? Le ocurren muchas cosas que no pretendemos agotar en su stock de motivos, pero al menos, dar cuenta de algunos.
Sin el intento de convertir a los lectores en émulos de “Funes, el memorioso”, casi todos por experiencias propias o relatos ajenos, conservamos en la memoria, las películas de cowboys y de “indios” de nuestra infancia. Eran una fuente natural de juegos de la infancia: el “jugar a los indios”.
Con los años comenzamos a sospechar de la caballería americana –siempre con la trompeta afinada– que llegaba justo a tiempo para salvar a punta de rifle a los pobres soldados acechados y acosados por “pieles rojas” sanguinarios. ¡Cuánto más si eran esos prístinos colonos que migraban en las famosas carretas puestas en ronda para tratar de salvar el cuero cabelludo! A punta de rifle, ¡AL FIN!, terminaron con esos indeseables y poblaron el lejano oeste de gente como la gente.
El rifle tiene allí una larga tradición, como da cuenta el conocido “Club del rifle”.
Y comenzamos a sospechar cuando, por ejemplo, la caballería americana puesta al día, arribó a Vietnam y ya la cosa no fue a punta de Winchester sino con soplos de napalm.
En los Estados Unidos de Norteamérica, en algún momento se hace lugar a la segunda enmienda de su Carta Magna que expresa: “Siendo necesaria una milicia bien ordenada para la seguridad de un Estado Libre, no se violará el derecho del pueblo a poseer y portar armas”. O sea que, “poseer y portar armas” es un derecho humano y no debe violarse. Hasta aquí pensábamos –sin razón para lo que se asevera– que el principal derecho humano era el derecho a la vida y hasta nuevo aviso, las armas exterminan la vida.
En esa sociedad se descuenta a los enemigos, internos y externos. ¿Una hipótesis paranoica? No olvidemos la fórmula de proyección sobre el otro que construye Freud con respecto a esta patología: lo odio–me odia. Si alguien pone tanta fuerza en su defensa es porque, en primer lugar, muchas veces, ha sido el primero en atacar.
Ahora bien, el problema es cuando esas armas se utilizan para lo que fueron inventadas. Una conductora de un telediario se preguntaba hace pocos días ante la consternación por la matanza de Virginia Tech si las armas valen más que las vidas. La pregunta es absurda: ¿para qué sirven las armas sino es para destruir vidas? Los señores de la NRA –“Club del rifle”– aducen que las armas son para propósitos defensivos o deportivos. ¿Es un deporte muy noble matar seres vivos, sean humanos o no humanos? Pero desde que tenemos conocimiento de la historia de la humanidad y de la lucha de unos contra otros, las armas sirvieron para exterminar al enemigo verdadero o supuesto –desde un hueso de mamut a un arma nuclear–.
Pero prosigamos. Un joven de 23 años –en este caso ni blanco, ni demasiado adulto y muchísimo menos “capacitado”, pudo– a pesar de tenerlo prohibido por sus dificultades psiquiátricas, o sea, psíquicas –adquirir potentes armas de fuego, y a merced de la psicosis que lo atravesaba y las drogas legales –léase psicofármacos– que lo impulsaban (estaba medicado con antidepresivos) llevar a cabo un pasaje al acto homicida-suicida. No solo se mató él: mató antes a 32 seres humanos.
¿Un hecho sin precedentes en el gran país del Norte? De ninguna manera. Hay un raconto trágico: 24 episodios semejantes en los últimos 15 años, -más de uno por año- 103 personas muertas, entre víctimas y victimarios, protagonizados en establecimientos educativos dispersos por varios estados de los Estados Unidos. Sus edades oscilan entre los 6 años y, mayormente, los 19. Como decimos, en todos estos casos, se trata se escuelas o universidades.
¿No es ya tiempo de comenzar –porque, evidentemente si hubieran comenzado han errado el camino– a preguntarse qué ocurre con esos seres que ultiman a semejantes y que, además y primordialmente, tienen acceso a armas de fuego? En el caso del niño de 6 años sustrajo una pistola de su casa y la usó; otros dos niños de 11 y 13 usaron fusiles comprados por su abuelo. O sea, que esas armas –y cargadas– estaban al alcance de los menores y estos las usaron para lo que las armas sirven: para matar.
El asesino-suicida de Virginia no fue escuchado. Todo hombre, se dice, que está por morir, apela a un gran Otro. Hasta Cristo en la cruz, clamó: “¡Padre, ¿por qué me has abandonado?!” Pero si el protagonista trágico en cuestión se hizo oír es ahora, cuando el silencio de las muertes ya impera. Antes lo escuchó Nadie. Y no fue escuchado porque tenía la boca sellada y porque quienes deberían haberlo hecho están sordos.
“Soy nada más que un pedazo de mierda”, dice Hui ante la cámara en su testamento trágico.
Ese “pedazo de mierda” –en realidad un ser humano– sabía de vejámenes que muchos llamarán “normales”, pero que, evidentemente él, no pudo soportar: “ex compañeros del secundario, colaboraron para armar un retrato de Cho. Contaron que era un chico al que todos cargaban por su timidez y su extraña forma de hablar inglés. “... una vez, cuando fue forzado a leer una poesía en voz alta, “toda la clase comenzó a reírse, a señalarlo con el dedo y a decirle: « ¡Volvete a China!»”.
Luego, Cho, en su video, “dirigiéndose a quién sabe quién, -donde nosotros decimos a Nadie- acusa: “Gracias a vos muero como Jesucristo”. Y después profiere una retahíla de reproches hacia un interlocutor tan ausente como desconocido –otra vez ese gran Otro ausente y sordo-: “¿Sabés lo que se siente cuando te escupen la cara, sabés lo que es ser torturado; nunca sentiste nada en toda tu vida; tuviste todo lo que quisiste, los collares, el fondo de dinero no eran suficientes?” Cho –o no sabemos muy bien como llamarlo dado que su propia familia solicitó y obtuvo que se le cambiara el nombre por, en este caso, obvia vergüenza propia– era un migrante, un niño que fue transplantado de su lugar de origen a la “Belleza americana”, donde, por lo que parece no fue bien recibido por todos.
“Cho está ‘mentalmente enfermo y necesita hospitalización’, pues representa ‘un peligro inminente para sí mismo y para otros como resultado de una enfermedad mental’ y ‘no es capaz de cuidarse a sí mismo como tampoco aceptar como negarse a iniciar un tratamiento”, afirmó el fallo de un juez de Virginia el 14 de diciembre de 2005.
“Cho Seung-Hui, quien asesinó a 32 personas y se transformó en el autor de la peor matanza en un centro de estudios de Estados Unidos, estaba impedido de comprar armas por haber estado internado en un hospital psiquiátrico, indicó el diario New York Times”.
“Las leyes federales prohíben que cualquiera que haya sido señalado por tener problemas mentales, como así también haya sido internado en forma involuntaria en un instituto de salud mental pueda comprar armas”, indicó el matutino norteamericano.
Pues no fue así y se le vendieron las armas sin ningún impedimento: “Cho presentó su carné de conducir, una chequera que verificaba su identidad y su dirección y su tarjeta de residencia en EE UU. Una llamada al ordenador de la policía estatal es el último paso para asegurarse de que el futuro comprador no posee un expediente criminal ni psicológico. Cho no los tenía, ambos estaban limpios.” Así declaraba quien le vendió las armas sin ningún registro de su i-responsabilidad y la del sistema.
“Cho compró dos pistolas semiautomáticas en dos armerías de Virginia en las 10 semanas previas que perpetró la matanza. Las leyes de Virginia permiten comprar un arma por mes”, evidentemente no importa a quién.
“Éste es un país de armas”, -explica el dependiente que puede que le vendiera el arma a Cho-. “Pues dejen de intentar averiguar cómo pensamos aquí”. Nos preguntamos si algunos piensan. Y sí es un país de y en armas: 600.000 muertos en la Guerra de Secesión dan cuenta de ello. Los “daños colaterales” que todos los días se producen en Irak tras la invasión que sufre por parte de Estados Unidos dan testimonio de ello.
Cho tenía la boca sellada y la impulsión al acto puesta al día, por un elemento, tan usual en el mundo pseudo científico postmoderno, que se llama psicofármacos que, se sabe, acalla el malestar y propicia el acto. Y sí, es cuando las palabras ceden y él se hizo, hasta su final, amo de sus silencios impuestos. Por si esto fuera poco, el sistema no lo escuchó, lo banalizó, no lo siguió, lo dejó ir –había múltiples indicios que sugerían, al menos, su grave patología– y hasta lo expulsó.
“El otorgamiento de sentido producido por un fármaco prescinde en nuestros días de la presencia del prescriptor, ubicado históricamente en el lugar del Otro, para concluir en un loop que realimenta el delirio de identidad. Se produce de tal manera un nuevo modo de psicoterapia que podríamos definir paradójicamente como “psicoterapia sin Otro”. Se trata de un lazo del sujeto con un objeto que genera una dependencia confortable, a punto tal de hacer indistinguible el hecho de tratarse con el de drogarse.” (Emilia Vaschetto, diario Página 12 Suplemento de Psicología, 22 de marzo de 2007)
Cho se “trataba” con drogas, claro con drogas legales, o sea: psicofármacos. Su falta era así supuestamente colmada pero si su falta en ser podía ser puesta en palabras –y hay testimonios de que así era– no hubo lugar para ellas.
¿Quién no lo escuchó? Como decíamos, en primer lugar, no lo escuchó el ruido de las armas pero tampoco lo escuchó suficientemente quien lo dirigió a drogarse legalmente con antidepresivos, no lo escuchó tampoco el catálogo de patologías con nombres renovados a expensas de los laboratorios que se llama DSM, no lo escuchó la TCC –o terapia conductiva conductual– que mayormente se practica en los Estados Unidos, o sea, que al basarse en Pavlov, como ellos lo afirman, no supieron estimular a Cho para que diera una respuesta adecuada, no lo escuchó el sistema, en definitiva, sí lo escuchó: Nadie. En el caso de Odiseo su respuesta “Nadie”, le salva la vida ante el cíclope Polifemo. En el caso de Cho –el antihéroe– “Nadie” no solo le costó la vida a él sino a 32 personas más.
No matan las armas sino las personas”. Bien, y si es así, ¿por qué las personas se munen de armas para matar, para qué existen las armas y por qué no se las elimina? Parecería, ergo, que no sirven para nada.
Y es así: no sirven para nada vital, sirven para la muerte y con su tronar convocan a ese silencio ominoso, siniestro que es propio de la pulsión de muerte.
Quienes practicamos el psicoanálisis tenemos demasiada paciencia y bonhomía para tolerar las barbaridades que se dicen en nombre de las neurociencias, la farmacopea y la TCC –al punto de llamar “estafador” a Freud sin más ni más, entre otras delicadezas-.
Y ello no es opinión, es aseveración, obviamente sin pruebas. Pero con la práctica y el ejercicio terapéutico de la palabra no solo es raro que alguien muera sino que es indubitable que nunca el Psicoanálisis –y tampoco la palabra que se quiso desde hace miles de siglos como uno de los elementos de las artes de la cura– desencadenó una matanza.
Damos razón de nuestros eventuales fracasos, hablamos poco -como es esperable– de supuestos logros. Pero los campeones del imperio de las drogas legales y de las aventuras terapéuticas no duermen tranquilos sino que nos atacan.
¿Será verdad acaso como dijo Freud que él, en primer lugar, y quienes practicamos su método les llevaríamos la peste? Todo indica que sí y que si se escuchasen -si lo permite el ensordecedor fragor de los disparos- quizás estarían en condiciones de formularse algunas preguntas.
¡Cuánto mejor para algunos es ignorar, que pretender algo de saber!
Finalmente 33 personas, seres humanos con indubitable derecho a la vida, están muertos, entre ellos Cho a quien sus compañeros también pusieron una placa en el campus de la Universidad de Virginia... fue robada. No lo perdonan. Y hacen bien porque no es a él a quien tienen que perdonar. En todo caso tendrán que preguntarse si perdonan al sistema, al “american way of life” y sus consecuencias que también impregnan el territorio de la llamada salud mental. Es importante para las neurociencias que tras la autopsia hecha al asesino no encontraron nada anómalo en su cerebro: ¡no hallaron la piedra de la locura! ¿Se la habrían extraído?
Trágico, demasiado trágico pero como algunos norteamericanos lo aseveran esto podría haber sido evitado si como muchos quieren, en la universidad también pudieran estar armados. Así hubieran matado al asesino antes que él mismo matase a tantos...
La pulsión de muerte –que operaba en Cho y que como corresponde operaba en silencio– cumplió su cometido. Pero sus síntomas profusos se hacían oír. Claro hay que estar muy adiestrado en la escucha para registrarlos, por ejemplo, a partir de la práctica del Psicoanálisis.
El respeto por tanta vida perdida solo merece de aquí en más, nuestro tiempo de respetuosa reflexión.

Fuentes consultadas: diarios La Nación, Clarín, Página 12, El País –Madrid-, The New York Times y otros.

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