Silvia Bacher
Para LA NACION
Jueves 03 de marzo de 2011
En un mundo de escuchas en el que WikiLeaks deja en evidencia secretos que se creían bien guardados, donde se hacen públicas conversaciones reservadas mantenidas entre políticos, empresarios y sindicalistas, donde los discursos de los poderosos se amplifican; en ese escenario, las voces de los jóvenes siguen sin tener espacio. Miles de niñas, niños y jóvenes en zonas urbanas y rurales se deslizan como sombras sofocadas, como elementos de un decorado que los absorbió al punto de volverlos invisibles.
En los últimos tiempos, a partir de hechos de violencia protagonizados por jóvenes menores de 16 años, parte de la ciudadanía reclama bajar la edad de imputabilidad. Las declaraciones están atravesadas a veces por el dolor y otras, por la liviandad; y, en general, por la falta de herramientas para hacer lecturas más complejas.
Las voces que impulsan reclamos vinculados con la inseguridad apelando exclusivamente al encierro de seres humanos a los que la sociedad les ha negado educación, alimento, salud, respeto y modelos dejan al descubierto un costado mezquino de la humanidad. Un juez de la provincia de Buenos Aires me señalaba que un instituto donde habitan jóvenes en conflicto con la ley es un espacio en el que cada joven puede llegar a estar encerrado en su celda sólo, sin estímulos, hasta 20 horas diarias, y que recibe un promedio de dos horas semanales de educación. ¿Es acaso el encierro una respuesta al problema de todos?
Pero si hablamos de bajar la edad de imputabilidad, ¿es posible considerar que esta medida está actualmente en vigencia, de hecho, sin legislación que la enmarque, por ejemplo cuando un niño nace y crece sometido a condiciones sin resguardo de derechos? Tal vez, el castigo es aplicado desde antes de nacer y el verdugo social es la indiferencia. ¿Es posible proponer entonces que, de adoptarse la norma, se computen estos primeros diez, doce, catorce años como parte de la condena cuando se juzgue a estos sujetos de derecho que no fueron vistos, cuidados y educados por una sociedad que eligió mirar para otro lado?
Un legislador reclamaba semanas atrás, durante el receso legislativo, la urgencia de convocar a sesiones extraordinarias para tratar la baja en la edad de imputabilidad, y afirmaba estar dispuesto a poner el hombro en la emergencia. ¿Acaso no hubo días, meses, años, décadas para legislar e implementar medidas que garantizaran entornos protectores para la infancia y la juventud antes de que su destrato se convirtiera en emergencia?
Un informe producido por el Sistema de Información de Tendencias Educativas en América Latina (Siteal), programa que desarrollan en forma conjunta la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI) y el IIPE Unesco, sostiene que los horizontes juveniles en contextos precarios están caracterizados por la inestabilidad y la contingencia. Es allí donde la violencia deviene estrategia para la supervivencia. Sugiere que "la violencia que protagonizan los jóvenes ya como víctimas, ya como victimarios, debe ser calibrada en el contexto de los proyectos sociopolíticos y los modelos económicos contemporáneos". Es una falacia pensarla como brotes que irrumpen en escenarios armoniosos -dice-, sino que debe ser comprendida como parte intrínseca del contexto social. Y advierte que "no es el pensamiento normativo, el pánico institucional, la epidemiología (que considera la violencia un virus aislable), la que permitirá enfrentar la expansión, normalización y «rutinización» de la violencia como sistema de acción en los mundos juveniles".
Pensar la violencia -y en particular en la que los jóvenes son víctimas o victimarios- como hechos aislados no nos permite aproximarnos a comprender las causas (y en consecuencia, las soluciones). Lo urgente no es bajar la edad de imputabilidad y considerar que allí está resuelto el problema, cuando sólo se lo potencia, al ingresar a los jóvenes a nuevas escuelas de delito y a horizontes con mayor desazón y sinsentido. Lo importante, como sostiene el informe del Siteal, reside en pensar qué hechos restituye la violencia, qué compensa, qué metaforiza, qué se oculta en su creciente espectacularización y estruendo.
Reproducir circuitos en los cuales la violencia engendra más violencia no es un camino que conduzca a la paz. Es necesario revertir la precariedad estructural en la que nacen y se desarrollan gran parte de nuestras infancias y juventudes, y fortalecer las políticas sociales que los involucran. La asignación universal por hijo es un paso superador. Pero es sólo un paso de un largo camino que no admite soluciones lineales y que la sociedad argentina debería empezar a recorrer.
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