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viernes, 22 de mayo de 2009

Los jóvenes de Gus Van Sant

Paranoid Park



El 20 de abril de 1999 dos jóvenes armados hasta los dientes se “pasearon”por el instituto de Columbine dejando a su paso trece muertos y veinticuatro heridos para luego acabar suicidándose. Este terrible suceso que conmovió a medio mundo sirvió como punto de partida para el documental “Bowling for Columbine” (2002) de Michael Moore en el que excéntrico director intentaba diseccionar las causas de dicha masacre.

Un año después Gus Van Sant se llevaba la Palma de Oro en el Festival de Cannes por su película “Elephant” en la que, tomando como leiv-motiv los hechos de Columbine, no sólo intentaba diseccionar el porqué del auge de la violencia en los centros educativos, sino también elaborar un crítico retrato de la juventud americana adentrándose en un instituto y compartiendo un día con los estudiantes. Allí no sólo nos encontramos a unos alumnos obsesionados con la violencia y las armas y rechazados por su compañeros, sino que también contemplábamos el enfermizo culto al cuerpo de unas chicas que vomitaban después de comer o asistíamos a la marginación que sufren algunos jóvenes.

Interesado, en muchas ocasiones, por el mundo de los jóvenes (recordemos algunos ejemplos como “Mi Idaho privado”, 1991 o “El indomable Will Hunting”, 1997), Van Sant vuelve a él en “Paranoid Park” (2007), su última película. En ella, el director americano regresa a un instituto para contarnos la historia de otro joven, Alex.

Alex es un chico de 17 años que está siendo testigo (casi mudo) de la separación de sus padres (resulta revelador que apenas veamos los rostros de sus progenitores a modo de recurso fílmico para subrayar la escasa importancia que éstos tienen en la existencia de su hijo y la evidente falta de comunicación y confianza existente entre ellos). Su vida diaria se reduce a acudir al instituto, verse con su novia Jennifer (una clon de Avril Lavigne sólo preocupada por perder la virginidad) y formar parte de un grupo de skaters entre los que destaca su amigo Jared. Apocado, sin apenas sonreír, inexpresivo, solitario, taciturno y dejándose llevar por la corriente, Alex se desliza por la vida como si nada le afectara o le importara realmente hasta que, junto con Jared, descubren el Paranoid Park: un parque-ghetto de Portland construido de forma ilegal por skaters.Una noche acude al parque y conoce a un grupo de jóvenes. Uno de ellos lo convence para bajar hasta las vías de una estación cercana y subirse en un tren de mercancías, pero un vigilante les descubre e intenta agredirles, agresión de la que Alex se defiende provocando que esa línea plana que representaba su rutina se vea alterada, puesto que el guarda muere accidentalmente.

Sin embargo su manifiesta incomunicación le impide confesar ese hecho aciago y volverá a encerrarse en su mundo errático (a destacar cómo es capaz de eludir, sin pestañear, las pesquisas del detective Lu) hasta que la culpa y los remordimientos encuentren un cauce que le libere: escribir lo sucedido tal y como su amiga Macy le recomienda. A modo de flashbacks vamos conociendo por qué y cómo ocurre todo a través de un diario en el que Alex expía su culpa para luego acabar siendo pasto de las llamas a modo de catársis. Y así nos paseamos por un Portland habitualmente oscurecido por la lluvia, nos subimos en un skate para realizar piruetas imposibles o asistimos la magnífica escena en la que Alex deja a su novia y en la que no oímos qué se dicen (no hace ninguna falta) mientras suena una de esas maravillas que Nino Rota compuso para “Amarcord” (1973) del maestro Fellini.

En “Paranoid Park” (no confundir con “Ken Park” del provocador director Larry Clark, 2002) Van Sant vuelve a realizar un retrato (evitando los juicios de valor) de una juventud algo autómata (incluso “idiotizada”) que tiene como abanderado a un joven al que terminamos viendo más como una víctima que como un verdugo.

Gus Van Sant aprovecha un extraño incidente para realizar un tratado sobre la culpa, un acercamiento a los demonios que encierra una persona cuando comete un delito. Utiliza los silencios, una infinidad de primeros planos y una música desconcertante para crear una atmósfera gélida bien soportada por Gabe Nevins, un desconocido y joven actor que firma un trabajo más que notable teniendo en cuenta que soporta todo el peso de la película.


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